Un coro de voces ahogadas que se elevaba de las aguas estancadas. Pero esa noche, el aire se había vuelto pesado, el silencio era un manto de plomo que asfixiaba el bosque retorcido. El pescador Elías, con su linterna parpadeante, empujaba su barca a través del fango, buscando su última trampa antes de que el miedo lo consumiera por completo.
De repente, la linterna se apagó, y una niebla gélida lo envolvió. Elías sintió un escalofrío que le heló la sangre, un presagio de que no estaba solo. Las sombras del bosque, que parecían brazos de árboles contorsionados, cobraban vida. Una luna pálida se asomó entre las ramas, revelando la silueta de una barca flotando a la deriva.
Dentro, estaba ella. Su cabello, una maraña de hierba y lodo, caía sobre sus hombros esqueléticos. Sus ojos, dos cuencas vacías, brillaban con una luz fantasmal. La piel tensa sobre sus huesos era un sudario de sufrimiento, y su boca, una línea torcida de horror. Estaba muerta, pero no inmóvil. Se arrastraba en la barca, sus dedos huesudos aferrándose al borde como garras.
Elías retrocedió, su corazón golpeando contra sus costillas. El miedo se transformó en una comprensión helada. Ella era el sacrificio. La ofrenda que el pantano exigía de vez en cuando. La última persona que se aventuró aquí y no regresó. Las voces que Elías siempre escuchaba no eran lamentos, sino un eco del hambre insaciable del pantano. Y ella, la sacrificada, era la prueba de ello.
Mientras la barca de la criatura se deslizaba lentamente hacia él, Elías supo que no había escape. Las sombras a su alrededor se estiraban y se retorcían, los brazos de los árboles se acercaban cada vez más. El pantano no quería solo un alma, quería otra. Y esta vez, el sacrificio sería él. Las últimas palabras que escuchó fueron un susurro de las aguas, un eco perturbador de su propio nombre. El pantano, con su hambre insaciable, se lo llevó todo.
