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miércoles, 3 de septiembre de 2025

Disputa de demonios

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Disputa de demonios

El cielo de la aldea de Lívido nunca fue el mismo. Una vez al mes, la luna, en lugar de ser un faro de plata, se tornaba carmesí, un ojo sangriento que observaba la tierra desde las alturas. Fue durante una de esas noches cuando la disputa comenzó. Nadie supo la causa, pero el terror se hizo tangible en el aire.

Una figura emergió de las nubes, una sombra imponente con ojos de brasas y garras que rasgaban el aire. Su rostro, una calavera deformada en una mueca de furia, se inclinaba hacia un ser retorcido que se alzaba de las mismas nubes. Este último, un dragón de carne y hueso, con tentáculos vibrantes que se movían como serpientes frenéticas, respondía a la mirada del primero.

Los habitantes de Lívido, acostumbrados a la paz de su pequeño mundo, observaban desde las rendijas de sus ventanas cómo los dos monstruos se enfrentaban. Sus gritos no eran de palabras, sino de dolor, de poder, de una ira ancestral que no tenía fin. Las nubes se arremolinaban y se teñían de rosa, absorbiendo la sangre y la furia de los combatientes. Pequeñas esferas de malicia, como moscas del infierno, zumbaban alrededor de la escena, como testigos silenciosos de la batalla.

La tierra temblaba. El aire se volvía denso y frío. El viento ululaba como un lamento, llevando consigo el olor a azufre y metal. El tiempo se detuvo. No había pasado, no había futuro, solo un presente eterno de dos demonios luchando por una supremacía que nadie entendía.

El cuento se volvió una leyenda. La leyenda, una advertencia. Y la advertencia, un recordatorio de que, incluso en las batallas más grandes, el verdadero horror no está en la lucha, sino en la terrible calma que sigue, el silencio de un mundo que ya no es el mismo. El cielo sobre Lívido siempre sería rojo, y la luna, un ojo vigilante, el recuerdo de la noche en que los demonios descendieron para disputar su destino.

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