El destino, se dice, es una fuerza invisible que teje la trama de nuestras vidas. A menudo lo imaginamos como un hilo dorado, una línea recta que nos lleva a un final predefinido. Pero ¿qué si no es así? ¿Qué si el destino no es una línea, sino un laberinto? Un laberinto oscuro, sin principio ni fin, donde cada camino que tomamos no nos aleja del punto de partida, sino que nos acerca a un punto que siempre ha estado ahí, esperando.
Y si el destino es la mano que te empuja, a veces te empuja al abismo. No con malicia, no con intención, sino con la indiferencia del universo. Te empuja hacia la tragedia, hacia el horror, hacia el lugar del que has huido toda tu vida. Porque el destino no tiene favoritos, no tiene compasión. Simplemente es. Y su extrañeza radica en su implacable ciclo, en su macabra ironía.
Qué extraña es la noción de que todo lo que hemos experimentado, cada decisión que hemos tomado, cada alegría y cada dolor, no son más que los pasos de un baile macabro que nos lleva de vuelta a un punto de partida que nunca supimos que era nuestro. Volvemos al pantano del que fuimos arrastrados, al horror que hemos olvidado, a la sombra que siempre fue parte de nosotros. El destino es extraño, no porque nos lleve a lugares desconocidos, sino porque nos trae de regreso a los lugares que creíamos haber dejado atrás para siempre.
