El hedor a tierra removida y a carne en descomposición era nuestro perfume. El sonido de nuestros pasos, un arrastrar de huesos y tejidos putrefactos sobre el asfalto, era la música de nuestro cortejo. Éramos un desfile silencioso, un río de muerte que fluía por las calles de la ciudad que una vez llamamos hogar.
Recuerdo el sol, su calor sobre mi piel, la luz que hacía vibrar los colores del mundo. Ahora solo somos sombras, figuras esqueléticas que se mueven bajo la luna pálida. Nuestros ojos, cuencas vacías, anhelan la luz que ya no pueden ver. A veces, siento un tirón en mi memoria, una imagen borrosa de una cara que una vez amé. Pero el recuerdo se desvanece tan rápido como llega, engullido por el hambre insaciable que nos impulsa.
No hay nombres, ni historias, ni sueños. Solo hay un impulso primitivo. Caminar. Y el eco de una voz, de miles de voces, que resuena en el vacío de nuestro pecho: "Somos la noche. Y tú eres nuestra presa".
El terror en los ojos de los vivos nos alimenta. No es la carne lo que deseamos, sino el miedo. El miedo es el último vestigio de la vida que nos fue arrebatada. Y en la oscuridad de la noche, lo devoramos con avidez.
Somos el final, la última parada de la humanidad. Somos el murmullo en la oscuridad, la silueta en la ventana, el aliento frío en el cuello. Somos la noche, y el mundo es nuestro cementerio.
