El tren de carga rugía en la distancia, su eco metálico vibrando a través de los durmientes. Pero para Fizzle, ese sonido no era una advertencia, sino la llamada a su gran final. Fizzle no era un payaso cualquiera. Sus ropas, antes vibrantes, ahora estaban manchadas con la suciedad del abandono y, quizás, algo más oscuro. El maquillaje, una gruesa capa de blanco agrietado y una sonrisa roja distorsionada, se había fundido con las lágrimas secas y el sudor de noches incontables bajo puentes y en rincones olvidados. Sus ojos, sin embargo, eran lo que realmente helaba la sangre: dos pozos oscuros donde la alegría había sido reemplazada por una locura antigua y corrosiva.
Había sido un artista callejero, un payaso de fiestas infantiles, hasta que las risas se volvieron huecas y los aplausos, burlas en su mente. Algo se rompió en Fizzle. O quizás, algo finalmente se desató. Comenzó con un truco de magia que terminó en un pequeño incendio, luego un malabarismo con cuchillos que cortó algo más que el aire. La gente dejó de reír, y empezó a gritar. Eso, pensó Fizzle, era un sonido mucho más honesto.
Las vías del tren se habían convertido en su escenario predilecto. El hierro oxidado y la grava eran su telón de fondo, y el horizonte sin fin, su audiencia. Solía caminar por ellas al anochecer, recitando monólogos incoherentes a las sombras, practicando reverencias grandiosas a la luna indiferente. La gente del pueblo lo había visto. Las historias se extendían, susurros de un payaso desquiciado que acechaba las vías, esperando… ¿qué?
Esta noche, Fizzle llevaba un brillo especial en sus ojos. En su mano, no llevaba globos, sino una vieja y herrumbrosa navaja de afeitar. El tren se acercaba ahora, la luz de su faro perforando la oscuridad como un ojo solitario. Fizzle se plantó en medio de las vías, con los brazos extendidos en una pose teatral. La sonrisa pintada en su cara se estiró hasta límites inhumanos, y una risa gutural, que no contenía alegría alguna, brotó de su garganta. No era una risa para el público; era para él, para el universo, para la muerte que sentía bailar en el aire frío de la noche.
El maquinista, un hombre cansado llamado Thomas, vio la figura. Al principio, pensó que era un animal, luego un borracho. Pero a medida que la luz del tren lo iluminaba, la forma de un payaso grotesco se hizo inconfundible. Thomas hizo sonar la bocina, un bramido desesperado que rasgó la noche. Fizzle no se movió. Siguió riendo, sus brazos aún extendidos, como si esperara un abrazo.
Los segundos se estiraron en una eternidad de horror. Thomas pisó los frenos, las ruedas del tren chillaron contra los rieles, un sonido infernal de metal contra metal que prometía una colisión inminente. Pero era demasiado tarde. El último que vio de Fizzle antes de que el tren lo engullera, no fue su rostro distorsionado por el miedo, sino una mueca de triunfo, un último acto de locura consumada.
Cuando el tren finalmente se detuvo, metros más allá del lugar del impacto, Thomas bajó tembloroso de la cabina. No encontró nada más que el olor a ozono y metal caliente, y una mancha oscura en la grava. Pero en el corazón de Thomas, y en los susurros de los que se atrevieron a hablar del incidente, la imagen de un payaso en las vías, con su sonrisa macabra y su risa oxidada, seguiría acechando para siempre. Y cada vez que un tren pasaba por ese tramo, se decía que se podía escuchar una risa tenue, arrastrada por el viento, el eco del último acto de Fizzle.
