Había llegado a la ciudad con la promesa de la alegría, pero solo había traído la peste del miedo. Esa noche, la llamaban la noche del payaso. Yo estaba allí, no como espectador, sino como un observador forzoso, atrapado por una fascinación mórbida y un pánico creciente.
Al entrar, el aire me golpeó con una rancia mezcla de azúcar quemado y algo metálico, casi a ozono. El proyector en el centro de la pista arrojaba una luz verde y malsana sobre el escenario. Estaba vacío, pero una presencia opresiva llenaba el espacio, un frío antinatural que penetraba la ropa y los huesos.
Y entonces, apareció. No con un salto, sino materializándose en el centro del foco. El Payaso Sin Risa. Su rostro era una máscara de porcelana agrietada, de un blanco mortal, sobre la que se había pintado una boca negra y torcida, un gesto de malicia abisal. Sus ojos, agujeros profundos y sin brillo, me miraban con una frialdad despectiva. Vestía un traje harapiento de un tono oscuro y fangoso, que parecía moverse con una vida propia y maligna.
No hubo música de presentación, solo un silencio absoluto tan grueso y pesado que se sentía como una manta de plomo. El Payaso comenzó su acto. No era un baile, sino una contorsión lenta y espasmódica, sus largos brazos y piernas se doblaban en ángulos imposibles, una coreografía de la agonía. Cada movimiento era un crujido audible, un sonido seco que resonaba en la carpa vacía. Era la encarnación del espanto.
Su boca se abrió, y de ella no salió una risa, sino un jadeo grave y sordo, un clamor mudo que vibraba en el suelo y en mi pecho. Era un sonido gutural de pura desesperación, una prueba sonora de que el Payaso había perdido algo esencial, algo que ahora venía a reclamar de la audiencia.
El Payaso Sin Risa se detuvo justo en el borde del escenario. Se inclinó, y en ese gesto, sentí el peso de su intención. No venía a entretener; venía a recolectar. Su mano, enguantada en un blanco enfermizo, se extendió hacia mí. No para tocarme, sino para atraparme con su mirada. En sus ojos sin luz, vi un reflejo distorsionado de mi propio pánico, una imagen de terror que me condenaba.
Mi cuerpo se paralizó de miedo. Comprendí que esta no era la función final del circo, sino un ritual sombrío que se repetiría por toda la eternidad. La Noche del Payaso Sin Risa era el punto de inflexión del horror, el momento en que la burla se convertía en destrucción total. Y al no poder moverme, atrapado por la fuerza ineludible de su actuación, supe que para el Payaso, mi pesadilla apenas comienza el espectáculo.
