Nos adentramos, movidos por la arrogancia de la antropología, buscando los vestigios de la tribu Olmec y sus ritos extintos. Encontramos una quietud gélida, un silencio opresivo que se sentía como un juicio ineludible.
Alcanzamos el claro en el centro, un parche de tierra desnuda rodeado por un círculo perfecto de árboles retorcidos que parecían guardias petrificados. El aire era denso y metálico, con un hedor a tierra revuelta y carne quemada. En el medio, un altar de piedra negra, cubierto por una costra oscura y seca, era el foco de una malignidad palpable.
El descubrimiento fue de mi compañero, el Doctor Hayes. Clavado en el suelo, vio algo que nos heló la sangre: un cuerpo deforme hecho de arcilla y huesos, apenas discernible, que estaba enterrado hasta el torso. La figura grotesca miraba hacia arriba con una expresión de agonía plástica, y en su pecho, un agujero profundo revelaba el vacío.
El verdadero horror vino con la caída de la noche. El cielo se cerró con una oscuridad absoluta, y el frío del pantano se intensificó hasta volverse un dolor punzante. Escuchamos el primer sonido: un golpe seco y rítmico que venía de la tierra misma, como un tambor fúnebre tocado desde el inframundo.
El ritual había comenzado.
Vimos las luces, pequeñas orbes amarillentas que flotaban entre los árboles, ojos espectrales que nos vigilaban. Y luego, las figuras. Siluetas altas y esqueléticas, cubiertas de barro y hojas, que se movían con una lentitud ceremonial hacia el altar. No eran los Olmec, sino algo que los había sucedido y corrompido, los sacerdotes de la tierra.
Se reunieron alrededor del altar y comenzaron a golpear el suelo con objetos que parecían huesos, intensificando el ritmo sordo del tambor. Su canto no era vocal, sino un zumbido grave y vibrante, una frecuencia hipnótica que sentí resonar en mis propios órganos. Era un llamado atávico, una sinfonía de la locura que buscaba despertar algo bajo la tierra.
El cuerpo de arcilla en el suelo comenzó a temblar. La tierra se agitó con una fuerza implacable. Hayes gritó, su voz quebrada por el terror al comprender que la figura enterrada no era un artefacto, sino una ofrenda viva que estaba siendo reclamada por la tierra.
Un tentáculo de sombra y barro emergió del agujero en el pecho de la figura, arrastrándola hacia abajo con una fuerza descomunal. El lamento silencioso del cuerpo de arcilla fue el pico del rito. Era el sello final, la prueba palpable de que estábamos presenciando un ritual de tierra y sangre, una conexión abominable entre los vivos y lo que duerme en el fango. Huimos, dejando atrás el clamor ensordecedor de la tierra que tragaba a su víctima, llevando con nosotros la certeza fría de que el horror no es un mito, sino una práctica constante bajo nuestros pies.
