La noche era una manta de terciopelo negro, sin luna, y solo los faros del viejo Ford Maverick de Samuel se atrevían a perforar la densa oscuridad. Iban por la carretera 17, una franja de asfalto olvidada que se hundía en el corazón de los Apalaches. A su lado, Sarah mordisqueaba una galleta y tarareaba una melodía. Llevaban horas de viaje, buscando un atajo, pero solo habían encontrado árboles. Pinos altos y robles centenarios que formaban una pared vegetal opresiva, como si el bosque no quisiera dejarlos salir.
De repente, Sarah dejó de tararear.
—¿Sentiste eso? —preguntó con una voz tensa que cortó el ambiente.
Samuel no había sentido nada, solo el constante vibrar del motor bajo sus pies.
—¿El qué? ¿Otro bache? Esta carretera es terrible.
—No, no es un bache. Es... algo más. Una especie de olor.
Samuel frunció el ceño, aspirando hondo. Un hedor fuerte y repugnante llenó el coche: algo entre carne podrida y azufre, un olor pestilente que hizo que ambos tosieran. Redujo la velocidad. Los faros ahora alumbraban una niebla baja que no parecía natural, flotando justo sobre el asfalto. El bosque circundante, que antes era solo oscuro, ahora parecía tener un aire de malicia, las sombras bailando de una forma extraña.
—Cierra las ventanas y pisa el acelerador —ordenó Sarah, agarrándose el cinturón de seguridad. Había algo en su tono, una urgencia desesperada, que Samuel no se atrevió a ignorar.
Justo cuando estaba a punto de obedecer, un rugido atronador rompió el silencio. No era el aullido de un lobo o el bramido de un alce. Era un sonido profundo, gutural, cargado de una furia animal que heló la sangre en las venas de Samuel. Vio el movimiento primero: una sombra gigantesca que salía de la bruma a la izquierda, desproporcionada, demasiado grande para cualquier criatura que conociera.
—¡Dios mío, es un oso! —gritó, pero era un oso como nunca había visto.
Era colosal, su pelaje era tan oscuro que parecía absorber la luz de los faros, y sus ojos... sus ojos eran dos pozos de un amarillo brillante, inhumanos, llenos de una malicia pura. Estaba sobre las patas traseras y su boca abierta revelaba colmillos afilados y largos, cubiertos de baba oscura. No parecía asustado, ni siquiera territorial. Parecía... poseído. Un demonio en forma de bestia.
El oso bajó de golpe y corrió hacia el auto con una velocidad aterradora. Samuel pisó el acelerador a fondo. El motor gritó en protesta, pero el viejo Maverick era lento. La criatura cerró la distancia en un instante.
Con un aullido de furia animal, la bestia se abalanzó sobre el maletero. Un golpe masivo sacudió todo el coche, como si hubieran chocado contra un muro de cemento. El vidrio trasero estalló en miles de fragmentos y el metal crujió como si fuera papel. Sarah gritó. Las garras del oso, más parecidas a cuchillas, se engancharon en el techo, arrancando láminas de metal pintado. El olor a azufre y muerte se hizo insoportable. Samuel luchó con el volante, el coche zigzagueando peligrosamente.
—¡Aguanta! —jadeó Samuel, sus nudillos blancos apretando el volante. Sabía que si se detenían, sería su final. Tenía que llegar a donde el bosque no fuera tan espeso, a la luz.
El oso estaba encima de ellos, una mole de músculo y furia. Un segundo golpe, esta vez dirigido a la ventana del conductor, hizo que el marco de la puerta se doblara hacia adentro. El terror puro era una descarga eléctrica. Sentía el aliento caliente y fétido del animal y escuchaba el rugido perforador justo al lado de su oído. La criatura estaba tratando de entrar.
