El jardín de Don Ricardo era su mayor tesoro. Siempre impecable, con sus setos recortados y sus flores en perfecta armonía. Sin embargo, la llegada de aquel gnomo de cerámica lo cambió todo. Era una figura horrible, con un gorro puntiagudo y una sonrisa tan maligna que helaba la sangre.
Ricardo no recordaba haberlo comprado. Simplemente, un martes soleado, apareció junto al estanque. Al principio, lo ignoró, atribuyéndolo a una broma pesada. Pero las cosas pronto se torcieron.
El perro guardián, un dócil labrador, empezó a aullar a la figura sin parar. Una mañana, la cabeza del pájaro de jardín apareció misteriosamente cercenada. Ricardo juraría que el gnomo se había movido de su sitio durante la noche, acercándose lentamente a la casa. La tensión en el ambiente era palpable.
Una noche, un estruendo despertó a Ricardo. Bajó corriendo y encendió las luces. La puerta del cobertizo estaba abierta. Dentro, las herramientas estaban esparcidas por el suelo y en la pared, alguien o algo había escrito con barro seco una sola palabra: "Mío". Al darse la vuelta, vio al gnomo. La oscuridad no disimulaba el brillo perverso en sus ojos. Parecía crecer ligeramente. Ricardo supo entonces que el terror en su jardín tenía un nombre diminuto.
