El polvo ocre de las ruinas flotaba en el aire denso y viciado. El sol ardiente, amplificado por el agujero en la capa de ozono, castigaba la ciudad devastada. Esta no había sido destruida por bombas, sino por la propia espiral de la desesperación humana. La Gran Pandemia había despojado a la civilización de su cordura antes que de su vida.
El Doctor Alistair Finch se movía con la precisión de un espectro a través de los restos de lo que fue el Distrito Médico. Sus ropas, antes blancas, estaban ahora manchadas de hollín y barro seco, y sus ojos, enmarcados por ojeras profundas, reflejaban una fatiga existencial. Él no estaba huyendo; estaba persiguiendo a la única persona que, según sus registros, poseía la clave para detener la progresión de la Locura Devoradora.
Su objetivo era la antigua sede de la Corporación Vita, un rascacielos inclinado que parecía desafiar las leyes de la física. Se rumoreaba que en el piso más alto, el CEO, un científico brillante llamado Dr. Silas Reed, había encerrado la verdad sobre la enfermedad que hacía que la gente se destruyera a sí misma y a su entorno en ataques de furia incontrolable.
Alistair llegó al vestíbulo. El silencio era total, un vacío abrumador solo roto por el crujido de sus botas sobre el mármol roto. El ascensor, por supuesto, no funcionaba. Tenía que subir por las escaleras de emergencia.
El ascenso fue una tortura. La temperatura aumentaba con cada tramo, y el aire se volvía más espeso. En el piso veinte, encontró la primera señal de los "Afectados". La pared estaba cubierta de marcas de uñas, y una mancha oscura y seca atestiguaba un acto de violencia sin sentido.
Finalmente, tras lo que parecieron siglos de esfuerzo, llegó al último piso. La puerta estaba sellada con una barra de acero fundida a los marcos, un trabajo de desesperación. Alistair sacó de su mochila una pequeña carga explosiva y la colocó con cuidado. Se cubrió los oídos justo antes de que la DETONACIÓN hiciera ESTRAGOS.
El humo se disipó, revelando el laboratorio privado de Reed. Allí, sentado frente a un terminal antiguo que aún emitía una luz débil, estaba Silas Reed. Su pelo era largo y blanco, y en sus ojos había una conciencia aterradora.
—Llegaste, Alistair. Pensé que la Locura te habría consumido —dijo Reed con voz áspera.
—Dime. ¿Qué es la enfermedad? ¿Qué causa esta furia? —demandó Alistair, agotado por el viaje.
Reed sonrió, una expresión macabra. Señaló la pantalla del terminal, que mostraba una simulación de neuronas. —No es un virus. Es el tiempo, Alistair. La demencia no es una patología, es la siguiente etapa de nuestra evolución. El cerebro humano ya no puede procesar la acumulación de milenios de información y culpa. Se sobrecarga y reinicia con violencia. La Locura Devoradora es la solución de la naturaleza a la sobrecarga cognitiva.
Alistair sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Era una condena cósmica, no una enfermedad tratable.
—¿Y qué hiciste? —preguntó Alistair, temblando.
—Me encerré con la verdad. Para preservarla. La Locura me llama ahora. Vete, Alistair. Lleva el conocimiento contigo. El mundo merece saber que no fue la mala suerte, sino la arrogancia de nuestra propia mente, lo que nos destruyó.
Mientras Alistair tomaba el disco de datos, Reed emitió un GRITO salvaje. La Locura lo había alcanzado. Alistair no miró atrás. Bajó las escaleras corriendo, sintiendo el peso de la verdad devoradora en sus manos.