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| El grito del olvido |
La noche caía pesadamente sobre el asilo psiquiátrico de San Silvestre, un viejo edificio de ladrillos desgastados que parecía susurrar secretos olvidados. Las sombras danzaban en los pasillos mal iluminados, y un frío helado se filtraba por las rendijas de las ventanas. Dentro, los pacientes se encontraban en un estado de semiinconsciencia, atrapados en sus propios laberintos mentales. Sin embargo, había uno que no podía callar.
Su nombre era Ramón, un hombre de mirada intensa y cabello enmarañado que había hecho de su grito su único lenguaje. Su risa maníaca resonaba a través de las paredes, una sinfonía de locura que hacía que los demás se encogieran en sus camas. No había un momento del día en que no se escuchara su voz desgarradora, como un eco de advertencia en la noche. A menudo, su grito se convertía en un lamento, como si estuviera atrapado en un ciclo interminable de terror.
Los enfermeros, acostumbrados a su locura, intentaban calmarlo con medicamentos, pero su efecto era efímero. Ramón, con sus ojos desorbitados, parecía poseído por algo más allá de la locura. Sus gritos se intensificaban cuando caía la noche, como si las sombras mismas lo invitaran a unirse a su danza macabra. Los otros pacientes, en su propia desesperación, empezaban a murmurar que Ramón veía cosas, sombras que se movían, figuras que se deslizaban entre las paredes.
Esa noche en particular, la atmósfera era más opresiva que nunca. Una tormenta se desató afuera, y los relámpagos iluminaban fugazmente los rostros aterrados de los pacientes. Ramón, en su celda, comenzó a gritar con más fuerza, como si el trueno respondiera a su locura. “¡Ellos vienen! ¡No hay escape!”, repetía, sus gritos reverberando en los corazones de quienes lo oían.
Los enfermeros, inquietos, decidieron hacer una ronda más cercana a su habitación. Al llegar, la puerta estaba entreabierta y la luz parpadeante del pasillo apenas iluminaba el interior. Ramón estaba de pie, temblando, con la mirada fija en un rincón oscuro de la sala. Sus ojos, llenos de terror, parecían buscar refugio en la nada. “¡No los dejes entrar!”, suplicó, su voz un susurro desgarrador que heló la sangre de los que le escuchaban.
De repente, un grito desgarrador resonó en la noche. Un grito que no provenía de Ramón, sino de uno de los pacientes que se había despertado sobresaltado, sus ojos desorbitados reflejaban el horror. “¡La sombra! ¡La sombra está aquí!”, gritó, mientras se encogía en su cama, temblando. Los enfermeros intentaron calmarlo, pero el pánico se había propagado como un virus en el aire pesado de la habitación.
Fue entonces cuando los relámpagos iluminaron el pasillo, revelando una silueta oscura que se deslizaba entre las sombras. Una figura alta, con rasgos difusos, parecía moverse con una gracia inquietante, acercándose al corazón del asilo. Ramón giró su cabeza, y en un instante, el terror se apoderó de su rostro. “¡No! ¡No pueden entrar! ¡NO!”, gritó, y en ese preciso momento, la figura se detuvo.
Los enfermeros, atónitos, quedaron paralizados. Las luces comenzaron a parpadear, y el grito de Ramón se unió a los lamentos de los otros pacientes. Fue un coro de locura, una sinfonía de desesperación que resonó en los muros del asilo. La figura, ahora visible, sonrió con una mueca grotesca, como si se alimentara del miedo que había generado.
En un instante, todo se apagó. La luz se extinguió, y los gritos se convirtieron en un eco distante. Cuando la luz regresó, Ramón y la figura habían desaparecido, dejando detrás una profunda oscuridad. Los enfermeros encontraron a los pacientes temblando, pero Ramón, el loco que gritaba, ya no estaba. Solo quedaba el eco de su voz, resonando en la oscuridad del asilo psiquiátrico de San Silvestre, un recordatorio escalofriante de que a veces las sombras son más reales de lo que uno puede imaginar.
