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domingo, 2 de marzo de 2025

A veces me siento como un loco

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A veces me siento como un loco
A veces me siento como un loco

La noche caía con una pesadez inusual sobre el pequeño pueblo de San Lázaro. Las sombras se alargaban en las calles desiertas, y el viento susurraba secretos que sólo los más atentos podían escuchar. En una antigua casa de madera, desgastada por el tiempo y el abandono, vivía Tomás, un hombre que había sido conocido por su cordura, pero que ahora se deslizaba por el borde de la locura.

A veces, Tomás se sentía como un loco. Las voces dentro de su cabeza eran susurros iniciales, pero habían crecido con el tiempo, fusionándose en un coro caótico que lo atormentaba. “Escúchame”, le decían, “hay cosas que no comprendes”. Se preguntaba si alguna vez había sido realmente normal o si la locura había estado siempre al acecho, esperando el momento propicio para devorarlo.

Esa noche, mientras la tormenta rugía en el exterior, Tomás se sentó frente a su viejo escritorio, cubierto de polvo y recuerdos. En sus manos, sostenía un cuaderno desgastado, en el que había comenzado a transcribir las voces. Pero a medida que escribía, las palabras parecían cobrar vida propia, danzando sobre la página, revelando secretos oscuros que nunca había imaginado.

“¿Ves lo que ellos no ven?”, susurró una voz, más clara que las demás. “El pueblo está lleno de sombras, Tomás. Sombras que se alimentan de la ignorancia”. Su corazón se aceleró. Sabía que no estaba solo. Miró por la ventana y, a través de la lluvia, vio figuras emergiendo de la oscuridad. Eran las siluetas de sus vecinos, aquellos que una vez consideró amigos. Pero sus rostros estaban distorsionados, como si la locura se hubiera apoderado de ellos.

Tomás se levantó, temblando. “¿Qué quieren de mí?”, gritó hacia el exterior, pero su voz se perdió en el viento. Las figuras se acercaban, y con ellas, un terror indescriptible. Sentía que la locura lo abrazaba, que lo arrastraba hacia un abismo del que no podría escapar. “A veces me siento como un loco”, murmuró para sí mismo, pero ahora lo comprendía: no estaba solo en su locura; era parte de algo más grande, una red de desesperación que se tejía en la oscuridad del pueblo.

Las sombras rodearon la casa, golpeando las ventanas con manos invisibles. “Únete a nosotros”, decían. “La locura es liberación. Deja de resistir”. Tomás, con el corazón latiendo con fuerza, comprendió que había una elección que hacer. Podía encerrarse en su razón y enfrentar el horror que se cernía sobre él, o podía entregarse a la locura y convertirse en un eco más de aquel susurro que lo acechaba.

Con un grito desgarrador, se lanzó hacia la puerta, pero en lugar de abrirla, se encontró cara a cara con su propio reflejo en un espejo. Sus ojos, antes llenos de vida, ahora eran pozos oscuros de desesperación. “No hay escape”, resonó la voz. “Ya eres uno de nosotros”.

En ese instante, comprendió que había cruzado una línea, que la locura no era un destino, sino una elección, y que él ya había elegido. La casa de Tomás, una vez un refugio, se convirtió en un altar de desesperación. Las sombras lo envolvieron, y mientras el rayo iluminaba el cielo, el pueblo de San Lázaro escuchó el eco de un grito, un lamento que resonaría en sus recuerdos por siempre, recordándoles que a veces, todos pueden sentirse como locos, pero algunos simplemente se entregan a la oscuridad.

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