Se curvaba como una cicatriz supurante en el mapa urbano, un embudo de abandono donde los sueños se descomponían en fragmentos de vidrio roto y óxido. La entrada era el umbral de la desesperación, un arco de ladrillo oscuro que exhalaba un aliento rancio de humedad y miedo viejo.
A lo largo de sus muros, las fachadas no eran estructuras, sino máscaras de indiferencia, con ventanas ciegas y sucias que miraban hacia el interior, negándose a ser testigos del horror. El pavimento, irregular y grasiento, no absorbía la lluvia, sino las lágrimas negras de la ciudad, creando un espejo deforme que reflejaba la miseria. Cada paso en ese lugar era un golpe seco y sordo contra la esperanza, un recordatorio contundente de la fuerza implacable del anonimato.
El verdadero peligro no eran las sombras, sino el silencio opresivo que se cernía sobre el callejón. Un vacío sonoro tan absoluto que mi propia respiración sonaba como un jadeo frenético. En ese silencio, uno podía escuchar el clamor mudo de los miedos colectivos de la metrópolis, una frecuencia baja y vibrante que prometía la anarquía. Los botes de basura, contenedores de metal abollado, no guardaban basura, sino restos de promesas rotas, y su olor acre era el perfume del fracaso.
El Callejón de Pesadillas era, en esencia, la memoria reprimida de la ciudad: un lugar donde la violencia latente se había solidificado en el aire, donde el terror era tangible. Recorrerlo era descender por la escalera de caracol de la propia mente, un viaje al núcleo oscuro de la desesperación, donde la única salida no estaba al final del callejón, sino en el completo colapso de la voluntad.
