La GPS había muerto a los pies de la Montaña, dejando mi Jeep varado en un mar de barro seco y maleza. Buscaba la aldea de Aethel, un punto negro en el mapa, y ahora solo me quedaba la senda de tierra que se adentraba en el bosque espeso. Era el camino menos transitado, y el aire, denso con el olor a pino rancio y tierra virgen, prometía un aislamiento absoluto.
A medida que avanzaba a pie, los árboles se cerraban sobre mí, sus copas formaban una bóveda de sombra que negaba el sol. El terreno se volvió un tapiz de raíces retorcidas, y pronto, el sonido de mis propios pasos se convirtió en el único clamor en ese espacio de opresión. No había aves, no había insectos; solo un silencio depredador que se sentía como una presencia palpable.
Entonces, vi las marcas. No eran huellas de botas ni de animales, sino surcos profundos y limpios, como si algo pesado y romo hubiera sido arrastrado por la senda. Eran líneas rectas y metódicas, y se repetían con una regularidad espantosa, desapareciendo en la oscuridad del camino. Sentí un frío en el estómago, un pánico visceral que me advertía de un peligro inminente.
El camino me llevó a un claro. En el centro, no había una cabaña ni un campamento, sino una estructura de madera simple, una especie de mecanismo de poleas y palancas que se alzaba sobre un agujero negro en el suelo. El agujero no era natural; sus bordes eran precisos y cortados, una boca de sombra que exhalaba un vaho pútrido.
El horror se hizo evidente con el hallazgo. Junto al pozo, estaba el objeto que había causado los surcos: un ataúd de madera tosca, abierto y vacío. Sus ataduras de cuerda, gruesas y oscuras, pendían sueltas. El ataúd era demasiado pequeño para un adulto, pero sus bordes internos estaban arañados violentamente, un testimonio mudo de la lucha.
De repente, escuché el golpe seco y rítmico de algo que venía por la senda. No era rápido, sino lento y constante, un sonido sordo que parecía ser el eco de la misma madera que se arrastraba. Me lancé detrás de un arbusto, mi corazón era un tambor frenético en mi pecho.
Lo que apareció en el claro desafió toda lógica. Era un cuerpo envuelto en arpillera, atado con las mismas cuerdas. Se arrastraba sobre el camino, usando sus hombros y pies para impulsarse, dejando los surcos profundos a su paso. Su cabeza estaba cubierta, pero el movimiento lento y espasmódico indicaba una conciencia forzada.
El horror final se reveló cuando la figura llegó al borde del pozo. El cuerpo envuelto se detuvo, y de su interior provino un gemido bajo y gutural, un bramido mudo de absoluta desesperación. El mecanismo de poleas comenzó a moverse lentamente, como si una mano invisible estuviera accionando la palanca, y el cuerpo en la arpillera fue bajado con una lentitud metódica hacia la negrura del pozo.
El camino menos transitado no era para viajeros; era la autopista de la condena. Huí, dejando atrás la estructura de madera y el silencio que volvió a adueñarse del bosque. Ahora, cada vez que veo una sombra arrastrarse, recuerdo que hay caminos que están mejor dejados en el olvido.
