La caja apareció en mi puerta justo a medianoche, sin remitente ni aviso. Era de una madera oscura y pesada, pulida hasta un brillo que parecía absorber la poca luz del rellano. Estaba sellada con un sello de cera negra que olía a incienso viejo y a algo metálico, como sangre seca. No era un objeto, sino una presencia opresiva, y mi pánico visceral me decía que la dejara allí. Pero la curiosidad, ese impulso mórbido, ganó.
Al llevarla adentro, el apartamento se sintió frío y vacío, como si la caja hubiera expulsado todo el calor. No tenía cerradura, solo un mecanismo de apertura basado en un engranaje de bronce complicado. Trabajé en él con mis dedos temblorosos, y el clic seco al liberarse resonó en la sala como un tambor fúnebre.
Dentro no había joyas ni dinero. Había un muñeco. Una figura diminuta tallada en un hueso de un tono amarillento, vestida con un traje de terciopelo negro de una formalidad anacrónica. Sus ojos no eran pintados; eran dos puntos de azabache que me miraron con una frialdad penetrante, una inteligencia malevolente que no correspondía a un objeto inanimado.
Sentí el horror físico de su presencia. El muñeco no era un juguete; era un concentrado de malicia, un foco de energía oscura. Lo dejé sobre la mesa de la cocina y me retiré, incapaz de mirarlo.
Esa noche, los sonidos secos comenzaron. No venían de la calle, sino de la cocina, un golpe rítmico y bajo que indicaba un movimiento intencional. Me acerqué a la puerta, mi cuerpo paralizado por el terror. Escuché un sonido de arrastre, seguido por un crujido áspero, como de madera astillándose.
Abrí la puerta. El muñeco se había movido de la mesa. Estaba sobre el suelo, a medio camino de la sala, su cuerpo pequeño y rígido se arrastraba con un espasmo lento y un impulso implacable. No tenía pies, pero se movía, dejando un rastro húmedo y oscuro sobre el parqué.
De repente, levantó su diminuta cabeza y me miró. Su boca, apenas una línea grabada, se abrió, y de ella salió una risa. Una risa seca y aguda, un jadeo gutural que era la encarnación de la burla. Era el clamor ensordecedor de la crueldad, una risa maliciosa que celebraba mi miedo.
Comprendí la naturaleza del regalo más letal. No era para mí; era una deuda que debía pagarse con mi tormento. El muñeco era un verdugo diminuto, un mensajero de la condena. Huí de la cocina, cerrando la puerta con un estruendo brutal, pero el golpe rítmico de su avance ya resonaba en el otro lado. Sé que se acercará lentamente, que su risa seca será lo último que escuche, y que este objeto de madera es el sello final de mi perdición.
