Mateo había aceptado el puesto de farero buscando la soledad necesaria para terminar su libro. El faro, una estructura antigua y solitaria en la costa de Roca Negra, ofrecía justo eso: millas de océano y la oscuridad profunda de la noche. La luz, girando monótonamente, era la única compañía viva en aquel promontorio barrido por el viento.
La primera semana transcurrió en paz, marcada solo por el metálico crujido de la lámpara del faro y el ritmo de el mar implacable golpeando la base de roca. Los problemas comenzaron la segunda noche de luna nueva.
Subiendo la escalera de caracol hacia la linterna, sintió de pronto una presencia invisible a su espalda. Se detuvo, el corazón latiéndole como un tambor de guerra contra las costillas. No había nadie más en kilómetros a la redonda. Se convenció de que era el viento fuerte o la fatiga mental, y siguió ascendiendo.
Cuando llegó a la cima, miró a través de el vidrio grueso de la cúpula. El haz de luz giró, y por una fracción de segundo, un contorno distinto y terrible apareció pegado al cristal. Era una forma extraño, como una silueta que se había quedado incompleta, pero su centro estaba ocupado por una masa de... nada. Un vacío que devoraba la luz. Lo más perturbador era el borde de su boca, que parecía extenderse en una sonrisa horizontal que no era humana.
Mateo gritó, un grito sordo ahogado por el viento. Cayó de rodillas, temblando. Cuando la luz volvió a barrer la zona, no había ninguna huella ni señal en el cristal.
La aparición se volvió la pesadilla sin fin. Cada noche, al subir, sentía un miedo ancestral. Contaba sus pasos, intentando evitar el momento exacto en que su mente se fracturó al ver la cosa. Lo peor era que siempre mostraba algo diferente. Una noche era solo el contorno del hombro; otra, la nuca. Nunca el rostro entero. Parecía esconder la verdad oculta de su existencia.
Intentó comunicarse. Dejó notas y diarios en la torre, describiendo el fenómeno espantoso, con la desesperación de quien sabe que está absolutamente solo. Bajó a los niveles inferiores y golpeó la única tabla que tenía para reparar una ventana. El sonido rebotó en los muros de piedra, regresando como un sonido gutural proveniente del exterior.
Una noche, mientras observaba las profundidades negras del abismo desde una ventana, una sombra pasó por la pared de enfrente, moviéndose lentamente. Subió de inmediato. Tenía que verlo de nuevo.
En la cima, activó el último destello del reflector de emergencia, forzando la luz hacia afuera en un punto fijo. El haz se posó sobre la cosa. Estaba allí, justo al lado del reflector. Por primera vez, Mateo vio casi todo. Un cuerpo gris, de textura similar a roca erosionada por la sal, con extremidades demasiado largas. Pero el rostro, el área donde debía estar, era solo un remolino insoportable de oscuridad.
Finalmente, la figura se movió. Levantó una mano y la presionó contra el cristal. La presión fue tal que el vidrio comenzó a ceder. Mateo se dio cuenta de que no quería verlo. Quería que él lo viera. La mano se retiró, y en su lugar apareció el vacío. La revelación final llegó a Mateo: ese monstruo se alimentaba de la anticipación y el terror, negándole el único conocimiento que lo liberaría o lo mataría.
Mateo cerró los ojos, pidiendo que la memoria lo abandonó. Una una ráfaga helada atravesó la cúpula, aunque la ventana estaba intacta. En ese momento, entendió que su existencia sería una tortura eterna observando el faro por la ventana de la cocina, esperando la eterna aparición de El Rostro Que Nadie Vio.
El nuevo farero lo encontró dos días después, sentado en el suelo de la linterna, con la espalda apoyada contra el muro. Estaba tranquilo, pero sus ojos estaban abiertos y fijos, con una expresión de horror que sugería que, para él, la noche nunca había terminado.
