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lunes, 3 de noviembre de 2025

La bailarina del cementerio

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El viejo cementerio de San Lázaro era conocido por su imponente muro de piedra negra y la niebla perpetua que lo abrazaba, incluso en los veranos más cálidos. Los locales evitaban pasar por sus puertas después de la puesta del sol, y con justa razón. Había algo indefinible y terriblemente vivo allí dentro.


Fausto, un joven sereno nocturno, había aceptado el trabajo por la paga generosa que le permitía mantener a su familia. Sabía de las leyendas locales, pero su escepticismo era más fuerte que el miedo. O eso pensaba él.


La primera semana transcurrió entre el aburrimiento denso y el olor a tierra mojada. Fausto hacía sus rondas, iluminando las hileras de tumbas con su pesada linterna de batería. Fue en la noche del décimo día cuando vio por primera vez a la figura etérea.


Estaba en el centro del mausoleo principal, un monumento de mármol blanco. No era un fantasma flotante, sino una mujer joven, vestida con un traje de danza antiguo, blanco y desgastado. Estaba bailando. No era un baile alegre, sino una coreografía lenta, llena de dolor y gracia espectral. Sus movimientos eran una declaración de pena y desolación.


La bailarina del cementerio


Fausto se quedó paralizado detrás de una efigie de ángel. Pudo ver el rostro de la mujer, aunque no parecía mirarle. Era hermoso, pero cubierto por una capa de polvo, como si hubiese estado inerte durante siglos. El rostro tenía una expresión vacía, de quien ha olvidado el motivo de su existencia.


A medida que la música invisible de su baile continuaba, Fausto sintió un impulso incontrolable de acercarse. La atmósfera a su alrededor se había vuelto pesada, casi física. Notó que, a cada giro de la bailarina, la hierba seca y las flores mustias del lugar se marchitaban aún más, como si su danza estuviera drenando la vida del entorno.


La mujer se detuvo de repente. Su cabeza giró, lentamente, en dirección a Fausto. Los ojos hundidos se fijaron en él. Eran dos pozos oscuros que prometían un destino peor que la muerte. Fausto sintió que el miedo ancestral le petrificaba los huesos.


Ella extendió su mano pálida, invitándolo. Pero no fue una invitación amistosa. Fue una orden silenciosa y desesperada.


Fausto rompió su inmovilidad. Corrió. Dejó caer la linterna y se lanzó hacia la salida, la puerta de hierro chirriando tras él. Nunca miró hacia atrás. Al día siguiente, renunció a la paga prometida y abandonó la ciudad.


El viejo cementerio sigue en pie. Y en las noches sin luna, cuando el viento sopla hacia el mar, dicen que se escucha el roce de un vestido antiguo y los pasos ligeros de la bailarina inmortal, esperando una nueva audiencia para su baile de desgracia.

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