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| El injerto | 
Un cuerpo yacía en una cama de hospital, un campo de batalla entre lo humano y lo desconocido. Era el cuerpo de Elías, un hombre que había vivido siempre bajo la luz de su propia identidad, hasta que un día, el destino le ofreció un injerto que cambiaría su vida para siempre.
La serpiente, un ser antiguo y astuto, se deslizó en su vida como una sombra, un susurro en sus sueños. La seducción de su presencia era innegable; sus escamas brillaban con un fulgor hipnótico, como si cada destello prometiera poder y sabiduría. Elías, cautivado por la promesa de algo más grande, aceptó sin dudar. Pero lo que comenzó como un simple injerto pronto se convirtió en una invasión.
La serpiente, en su voracidad, se deslizó por cada rincón de su ser, devorando la esencia misma de su humanidad. Los espejos ya no reflejaban la imagen familiar de Elías, sino un grotesco contorno que se retorcía y cambiaba, una amalgama de carne y reptil. Su piel, antes cálida y familiar, se tornó fría y escamosa, como un lienzo en el que se pintaba una nueva existencia.
Con cada día que pasaba, Elías sentía cómo su voluntad se desvanecía, arrastrándose en un abismo oscuro. La serpiente se adueñaba de sus pensamientos, sus emociones, su propia identidad. Se movía en su mente como un titiritero, tirando de hilos invisibles que lo llevaban a pensar y actuar de maneras que nunca habría imaginado. Sus amigos, aquellos que una vez fueron su refugio, empezaron a mirarlo con recelo, como si la sombra de la serpiente se proyectara sobre él, oscureciendo su esencia.
Los ecos de su risa se convirtieron en un sibilante susurro, una mezcla de alegría y desespero. La metamorfosis era completa; Elías, el hombre que fue, se había desvanecido, devorado por la serpiente que ahora era tanto su prisión como su liberadora. En la oscuridad de su mente, batallaba entre la lucha por recuperar su identidad y la tentación de sucumbir a la naturaleza primitiva que había despertado en su interior.
En sus noches más oscuras, cuando la luna era un testigo silencioso de su agonía, Elías se miraba al espejo, buscando rastros de lo que una vez fue. Pero lo único que encontraba era la mirada fría y calculadora de la serpiente, que lo observaba con una inteligencia siniestra. Su metamorfosis era su condena; ya no era Elías, sino un mero recipiente para una criatura que había tomado el control.
El injerto, que prometía poder y transformación, se había convertido en su perdición. El cuerpo que había conocido se había convertido en un escenario de horror, donde la serpiente danzaba libremente, despojándolo de todo lo que una vez amó. En la lucha entre el hombre y la bestia, solo quedaba un eco de lo que había sido, un susurro ahogado en el grito de la serpiente que reclamaba su dominio absoluto.
