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jueves, 21 de agosto de 2025

El hada no muerta

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El hada no muerta

Era un olor antinatural, que contrastaba grotescamente con el aroma salino del Pacífico cercano y el perfume de los mangos maduros. Los campesinos murmuraban, persignándose y evitando el claro del bosque donde, según las leyendas más antiguas y olvidadas, habitaban las chicahuastlis, las pequeñas que robaban el aliento de los niños dormidos.

Doña Elena, la curandera del pueblo, con sus ojos sabios surcados por el sol y las preocupaciones, fue la primera en advertirlo realmente. Una mañana, al internarse en el monte en busca de hierbas, vio algo que la heló la sangre más allá del miedo supersticioso. En el corazón de un círculo de hongos pálidos y viscosos, danzaba una figura diminuta. Al principio, creyó que era una de las mariposas iridescentes que abundaban en la zona. Pero al acercarse, el olor nauseabundo la golpeó con fuerza, y la visión la paralizó.

No era una mariposa. Era un hada.

Pero no un hada de las que contaban los cuentos infantiles, con alas de gasa y risas cristalinas. Esta criatura era una parodia grotesca de la belleza. Su piel, tensa sobre huesos diminutos, tenía un color verdoso y traslúcido, dejando entrever venas oscuras y retorcidas. Sus alas, una vez seguramente delicadas, estaban ahora deshilachadas y manchadas de un líquido negruzco. Sus ojos, hundidos en cuencas oscuras, brillaban con una luz enfermiza y hambrienta. Y en lugar de la risa melodiosa, de su boca entreabierta escapaba un gorgoteo sordo y repulsivo.

Doña Elena huyó, tropezando entre las raíces, el corazón martilleándole el pecho. Al llegar al pueblo, su relato fue recibido con incredulidad y temor a partes iguales. Las viejas del lugar recordaron vagamente las leyendas de las chicahuastlis, seres que antaño protegían el bosque, pero que, corrompidos por alguna antigua tragedia o maldición, se habían convertido en entidades oscuras y peligrosas.

La presencia del hada no muerta se hizo más palpable con el paso de los días. Los animales del bosque se mostraban inquietos, evitando la zona del claro. Pequeños objetos brillantes, como monedas o cuentas de vidrio que los niños dejaban olvidados, desaparecían misteriosamente. Y luego comenzaron las pesadillas.

Los niños de El Colomo despertaban en mitad de la noche, gritando y jadeando, con la sensación opresiva de algo helado y diminuto aferrado a sus pechos, robándoles el aliento. Algunos amanecían con pequeñas marcas lívidas en el cuello, como si diminutos dedos huesudos hubieran intentado estrangularlos.

El miedo se convirtió en una sombra constante sobre el pueblo. Las puertas y ventanas se mantenían cerradas al caer la noche, y los padres velaban el sueño de sus hijos, rezando en voz baja.

Una noche, el pequeño Mateo, el nieto de Doña Elena, se levantó llorando, su rostro pálido y cubierto de sudor frío. "Abuela... el hada... estaba en mi pecho... olía feo..."

Doña Elena supo que tenían que hacer algo. Las viejas leyendas hablaban de formas de aplacar a las chicahuastlis, rituales olvidados que involucraban ofrendas de flores silvestres y cantos ancestrales. Pero esta criatura se sentía diferente, más corrompida, más hambrienta.

Con la ayuda de los ancianos del pueblo, Doña Elena reunió los pocos objetos de plata pura que poseían, reliquias familiares transmitidas de generación en generación. Según las leyendas, la plata era un metal que repelía a las criaturas no muertas.

Al caer la noche, un grupo reducido de valientes, liderados por Doña Elena, se adentró en el bosque, llevando consigo los objetos de plata y un brasero con copal humeante. El hedor dulzón se hizo más intenso a medida que se acercaban al claro.

En el centro del círculo de hongos, la vieron. El hada no muerta danzaba en la penumbra, su figura espectral apenas visible a la luz de las antorchas. Sus ojos brillaron con una malicia fría al percibir su presencia.

Doña Elena avanzó, sosteniendo en alto una pequeña cruz de plata. "¡Retrocede, criatura profana!" Su voz, aunque temblaba ligeramente, resonó con autoridad en el silencio del bosque.

El hada lanzó un chillido agudo y gutural, desplegando sus alas deshilachadas. Se abalanzó sobre ellos con una velocidad antinatural. Los hombres se dispersaron, aterrados. Doña Elena se mantuvo firme, arrojando al suelo los objetos de plata. Las monedas tintinearon al caer, y el hada vaciló, como si una fuerza invisible la detuviera.

La plata parecía quemarla, causando que su piel verdosa humeara ligeramente. La criatura retrocedió con furia, sus ojos inyectados de una bilis oscura. Lanzó otro gorgoteo repulsivo, una promesa de venganza, antes de desvanecerse en la oscuridad del bosque, llevándose consigo el nauseabundo olor.

Por un tiempo, El Colomo respiró con alivio. Las pesadillas cesaron, y los niños volvieron a jugar despreocupadamente. Pero Doña Elena sabía que no había sido una victoria definitiva. La corrupción que había engendrado al hada no muerta seguía latente en el bosque. Y en las noches de luna llena, algunos juraban escuchar un leve gorgoteo en la distancia, un recordatorio escalofriante de que la oscuridad, a veces, adopta las formas más pequeñas y engañosas. Y en El Colomo, bajo el calor pegajoso, el miedo a la belleza corrompida había echado raíces profundas.

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