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jueves, 21 de agosto de 2025

El pasillo embrujado

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El pasillo embrujado

El bochorno pegajoso de El Colomo se había instalado en la vieja casona como un huésped pesado e indeseado. Las paredes de adobe, aunque gruesas, no lograban aislar del todo el calor húmedo que subía desde la tierra cuarteada. Lucía, una joven recién llegada de la Ciudad de México, suspiró, abanicándose con el folleto arrugado de la renta. La casa era grande, con techos altos y un jardín selvático que prometía frescura, pero un pasillo en particular le ponía los pelos de punta.

Desde el momento en que cruzó el umbral, ese pasillo, que conectaba las habitaciones más antiguas de la casa, se sintió diferente. El aire allí era inexplicablemente frío, incluso en las horas más calurosas del día. Una penumbra constante parecía aferrarse a sus paredes desconchadas, y un olor tenue a tierra húmeda y algo más… algo metálico, flotaba en el ambiente. Los dueños, una pareja mayor y amable, habían restado importancia a su peculiaridad, encogiéndose de hombros y diciendo que era "cosa de la humedad de la costa".

Pero Lucía no estaba convencida. Cada vez que tenía que atravesar el pasillo, una sensación extraña la invadía. Sentía como si la observaran, como si presencias invisibles se movieran justo fuera de su campo de visión. A veces, le parecía escuchar un susurro suave, ininteligible, que se mezclaba con el zumbido constante de las chicharras fuera.

Una tarde, mientras buscaba unos documentos en la habitación al final del pasillo, sintió una corriente de aire helado recorrerle la nuca. Se giró de golpe, pero no había nadie. Sin embargo, una pequeña canica de cristal, de un color azul profundo y vetas blancas, rodó desde la nada hasta detenerse justo a sus pies. Lucía la recogió, sintiendo su frialdad inusual. No recordaba haber visto canicas en la casa.

Los días siguientes, los incidentes se hicieron más frecuentes. Las puertas de las habitaciones del pasillo se abrían o cerraban solas, con un crujido lento y lastimero. Objetos pequeños aparecían en lugares donde no los había dejado, y el susurro se hizo más perceptible, aunque las palabras seguían escapándose de su comprensión.

Una noche, el apagón que a veces azotaba El Colomo sumió la casa en una oscuridad casi total. Lucía encendió una vela y se dirigió con cautela hacia su habitación, que, por desgracia, estaba al otro lado del pasillo embrujado. La luz vacilante de la vela proyectaba sombras danzarinas que deformaban las paredes y hacían que los objetos cotidianos parecieran amenazantes.

Al entrar al pasillo, el frío la envolvió como un sudario. El olor metálico era más intenso que nunca. De repente, un sonido suave, como de alguien arrastrando los pies, vino desde el fondo del pasillo. El corazón de Lucía latió con fuerza en su pecho. Se detuvo, la llama de la vela temblaba.

"¿Hay alguien ahí?", preguntó, su voz apenas un susurro en la oscuridad.

El sonido cesó, pero la sensación de ser observada se intensificó. Un escalofrío le recorrió la espalda. Lentamente, avanzó, la vela en alto. Al llegar a la mitad del pasillo, una figura borrosa, casi translúcida, comenzó a tomar forma al final. Era la silueta de una mujer, vestida con lo que parecía un camisón antiguo, con el cabello largo y oscuro cubriéndole el rostro.

El miedo la paralizó por un instante, pero la figura no se movió, no parecía amenazante. Entonces, un sonido ahogado, como un sollozo, llegó a sus oídos. La mujer espectral levantó una mano temblorosa, señalando hacia una de las habitaciones del pasillo.

Lucía, impulsada por una mezcla de terror y curiosidad, se acercó a la puerta que la figura había señalado. Estaba ligeramente entreabierta. Con cuidado, la empujó y entró. La luz de su vela reveló una habitación pequeña y austera, con un viejo baúl de madera en una esquina.

Mientras observaba, notó un pequeño brillo que emanaba de debajo del baúl. Se agachó y encontró otra canica, idéntica a la que había hallado antes. Al tocarla, una oleada de tristeza la invadió, acompañada de una imagen fugaz: una niña pequeña, jugando felizmente en ese mismo pasillo, riendo mientras hacía rodar sus canicas.

De repente, comprendió. El "embrujo" no era malicioso, sino un eco de una tristeza persistente. El olor metálico quizás era óxido de algún objeto olvidado. Los susurros, el recuerdo fragmentado de una voz infantil.

Con suavidad, Lucía colocó las dos canicas sobre la tapa del baúl. "Está bien", susurró, sintiendo una inexplicable empatía. "Ya no estás sola."

En ese instante, la figura espectral en el pasillo se desvaneció lentamente, como una nube dispersándose con el viento. El aire frío comenzó a templarse, y el olor metálico se hizo menos intenso.

Cuando la luz regresó a El Colomo, al día siguiente, el pasillo embrujado ya no se sentía igual. Seguía siendo fresco y algo sombrío, pero la sensación opresiva había desaparecido. Lucía, al pasar por allí, sonrió levemente. Sabía que el eco de la niña juguetona aún resonaba en las viejas paredes, pero ahora, parecía ser un recuerdo tranquilo, en lugar de un lamento perdido en el tiempo. Y de alguna manera, la pesada humedad de El Colomo ya no se sentía tan sofocante en esa vieja casona.

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