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sábado, 25 de octubre de 2025

La ira de lo que queda

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La ira de lo que queda

El aire denso y pesado olía a salitre y a la podredumbre de la madera mojada. La Niebla Perpetua, un fenómeno endémico de la costa olvidada, cubría el pueblo de Puerto Perdido como un sudario gris y pegajoso. Las casas, construidas toscamente con tablones recuperados de incontables naufragios, se alzaban como esqueletos varados, mudos testigos de una prosperidad que nunca llegó. Nadie recordaba ya por qué se habían quedado; simplemente estaban.


El viejo Elías se encogió más dentro de su gabán de lana apolillada, sintiendo la humedad calándole hasta los huesos. Su rostro, surcado por arrugas profundas, era un mapa de resignación. La vida en Puerto Perdido era una rutina de penurias: pescar lo justo para no morir de hambre, reparar las redes que el mar destrozaba con saña y esperar, simplemente esperar, a que un día la Niebla se disipara para siempre, llevándose consigo la maldición que pesaba sobre ellos.


Esa mañana, sin embargo, algo era diferente. No era la ausencia de sonido, sino la tensión palpable que vibraba en el ambiente. El cielo, visible solo a jirones entre la Niebla, tenía un tono lívido, casi enfermo. En el puerto, la marea estaba inusualmente baja, dejando al descubierto rocas y algas que normalmente el océano reclamaba. Y, lo más extraño de todo, el faro, la única guía en ese tramo de costa funesto, estaba apagado.


Elías se dirigió a la cantina de Maura, el único lugar donde la gente se atrevía a congregarse, buscando una respuesta. Al entrar, el olor a pescado rancio y alcohol barato le golpeó. Las pocas personas reunidas hablaban en voz baja, con un miedo apenas disimulado.


—El faro... —comenzó Elías, sin necesidad de completar la frase.


Maura, una mujer grande con manos curtidas y ojos cansados, asintió, secándose las manos en un trapo sucio. —Llevamos tres días sin luz. Nadie se atreve a subir. Cuentan... —Su voz se quebró.


—¿Cuentan qué? —preguntó un joven pescador llamado Rael, con una valentía forzada.


—Que vieron sombras moviéndose alrededor de la torre. No son humanas. Son grandes, antiguas. Parece que lo que el mar nos robó, ha regresado y no está contento —dijo Maura, señalando las viejas cicatrices de la tormenta de hace diez años, la que se llevó a la mitad de los hombres y la esperanza restante.


Elías sintió un escalofrío que no era solo de frío. Recordó las leyendas que contaban los viejos, historias sobre una entidad marina, un espíritu de la desolación que dormía bajo el arrecife y que solo se despertaba cuando sentía la debilidad del pueblo. Era la encarnación de todo lo perdido, la ira de la naturaleza que se negaba a perdonar.


Decidió que la inacción era más peligrosa que el riesgo. Debían encender ese faro, debían demostrar que aún quedaba algo de voluntad en Puerto Perdido.


—Vamos a subir —anunció Elías, su voz sorprendentemente firme. —Rael, tráete la linterna más potente. Maura, ¿tienes algún combustible para el generador de emergencia? Necesitamos luz.


La ascensión fue un calvario. La escalera de caracol de la torre del faro era resbaladiza y oscura, y el aire allí dentro era irrespirable, con un hedor a moho y a algo orgánico, indefinido. Elías notó la ausencia total de ruidos, salvo el golpeteo de sus propios corazones acelerados.


Al llegar a la cima, la desolación era completa. El mecanismo de la lente estaba destrozado, no por el óxido, sino por una fuerza brutal y deliberada. Trozos de cristal yacían en el suelo. Y en la pared, alguien, o algo, había dejado un mensaje grabado toscamente con una garra afilada.


Elías encendió la linterna. La luz reveló la inscripción, grabada profundamente en la piedra: "Ya no queda nada que alumbrar".


Un rugido profundo, que sonó como el mar mismo levantándose, hizo temblar la estructura. Rael gritó. Vieron una sombra gigantesca, una masa de oscuridad con destellos bioluminiscentes, emergiendo de la Niebla. Era la manifestación de la Ira de lo que Queda, un espectro de la desgracia que venía a reclamar el último vestigio de resistencia.


Elías no se rindió. Ignorando el terror que le paralizaba las piernas, se dirigió al generador de emergencia, una vieja reliquia que nadie había usado en años.


—¡El combustible, Maura! ¡Ahora!


Con manos temblorosas, Maura vertió el líquido. Elías tiró de la cuerda de arranque una, dos, tres veces. El motor tosió y, con un estruendo metálico, cobró vida. Rael, en un acto de desesperación genial, dirigió el chorro de luz de la linterna hacia la masa que se acercaba.


El impacto no fue físico, sino espiritual. La entidad, hecha de oscuridad y resentimiento, pareció replegarse ante la luz concentrada. No era la potencia del faro lo que necesitaban, sino la voluntad de encenderlo, el rechazo a la derrota.


El monstruo emitió un sonido que era un lamento y una amenaza a la vez. La Niebla se agitó con furia. Pero la luz no se apagó.


Elías, Maura y Rael se quedaron allí, exhaustos, observando cómo la sombra se retiraba lentamente, engullida de nuevo por la Niebla. Habían ganado una batalla, no contra el mar, sino contra su propia desesperanza. El faro seguía destrozado, pero el generador rugía, y en ese ruido, en la determinación de los tres, había una promesa de que, a pesar de todo, aún quedaba algo en Puerto Perdido. Y ese algo, ahora, estaba enojado.

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